El arte de transcribir música polifónica temprana
By Luigi Lera, docente y director
Durante más de veinte años hemos estado preguntándonos por qué nuestra práctica coral, a pesar de ser animada y muy comprometida, no ha sido capaz de producir algún tipo de “resurrección” de la polifonía temprana. Hay desde luego muchos motivos diferentes detrás de ello. En este artículo nos limitaremos a explorar un solo aspecto: en qué medida son culpables las transcripciones con las que trabajamos a diario.
¿Por qué transcribir música antigua? Esencialmente, hay una sola razón válida: para que usted pueda tener delante la composición completa. La polifonía renacentista siempre fue escrita y realizada directamente en partes individuales, tanto en fuentes impresas como en manuscritos litúrgicos. Gracias a la transcripción, aún antes de comenzar una pieza, conocemos las tríadas usadas por el compositor, cómo han sido dispuestas las partes y cómo han sido estructuradas las imitaciones. Pero cuidado, estas exigencias no afectan al coreuta estándar; sino que se relacionan enteramente con el trabajo del director. Ellas pueden ser interesantes para cualquiera de nosotros que deseamos entender mejor la belleza de esta música de un pasado distante, pero no son cruciales para los objetivos simples de mantener el tempo o quizás llegar juntos al final.
Los cantantes no necesitan ver la partitura completa, no más que aquellos intérpretes de un cuarteto, tal como los violinistas de una sección no tienen que tener la sinfonía entera delante de ellos. Muchos de nosotros hemos cantado seguramente los coros de Nabucco o La Traviata leyendo partes individuales absolutamente sin problemas. El único que realmente necesita la transcripción es el director, y para ser realmente preciso, sólo la necesita al estudiar la pieza. De hecho, hay una serie entera de ejemplos de abuso moderno de interpretación, en particular en relación con la dinámica y cambios del tempo, que han sido causados por directores que tienen todas las partes delante de ellos. Bien puede ser que la muy deseada resurrección de la auténtica práctica renacentista verdaderamente necesita ser generada por esfuerzos valientes para presentar un madrigal o un motete trabajando exclusivamente con el uso de partes individuales.
Más allá de esta primera consideración, todo otro motivo en apoyo de la transcripción de composiciones renacentistas simplemente no es válido.
Se puede pensar que la transcripción es necesaria con el fin de obtener una clara y ordenada representación gráfica de la pieza y, en algunos aspectos, esta justificación es plausible, aún cuando la escritura del siglo XVI esté entre las más exactas y legibles de todas las de siglos anteriores. En tiempos pasados, la transcripción fue empleada para lograr una transposición, para hacerla conveniente para el ámbito de la voz femenina. Nos abstendremos de comentar esta tarea en sí misma, pues parece algo razonable, considerando el estado corriente de la práctica coral. Sin embargo, una sana necesidad se ha desarrollado entre los músicos de tener la elección modal de las piezas, como fue pensada por el compositor, delante de ellos. Nuestro conocimiento de las técnicas de composición y las secuencias de acordes empleadas durante el Renacimiento es ya bastante pobre, sin necesidad de confundirlo más con cualquier transposición anacrónica. Modernos editores de música ya no consideran necesario trabajar sobre la partitura con el simple objetivo de ajustar la altura al momento de la interpretación, ni tampoco ningún director soñaría con pedirle que así lo hicieran.
Se ha dicho que la transcripción sirve al objetivo de eliminar el problema de la música escrita en claves antiguas, y esto es muy verdadero. Por otra parte, sin embargo, están quienes sostienen que sólo la notación en clave de Do permite que la polifonía sea leída correctamente. Ambas posturas tienen sus ventajas, aún cuando actualmente pareciera ser que las ideas de la línea más dura tuvieran necesidad de hacer las mayores concesiones. En cuanto a la lectura de las notas, las claves modernas de Sol y -para tenores- la de Sol traspuesta una 8ª por debajo remiten correctamente, a todos los efectos y propósitos, a las claves antiguas. Desde este punto de vista, las claves de Do eran nada más que una carga innecesaria aún en la época de Palestrina. Es, sin embargo, también verdadero que las claves antiguas son esenciales para otros objetivos de no menor importancia: ante todo para el análisis modal según el método de H. S. Powers, una técnica que los directores y especialistas deberían dominar a la perfección, y en segundo lugar para los que desean leer acerca del sistema medieval de solmisación. Para el primero de estos objetivos, el pequeño compás de muestra que por lo general se ubica al comienzo de la partitura es más que suficiente; para el segundo, por el contrario, no hay verdaderas alternativas. Por varias razones, el complejo mecanismo renacentista de la mutación no es aplicable a la moderna clave de Sol. Aquel que así lo afirme innecesariamente se engaña: en el mejor de los casos, no tendrá éxito en apoderarse de la complejidad de los problemas con los cuales se enfrenta. Personalmente, no creo que una lectura de un hexacordio implique las mágicas conquistas que parecieran ser; pero también estoy convencido de que hay otros motivos más ocultos para fomentar su práctica. Siempre es aventurada la especulación acerca del futuro, pero es probable que cuando tenemos éxito, por otros medios, en la sujeción a las reglas concretas de composición vigentes durante el Renacimiento, nuestros nietos redescubrirán todas las ventajas de referirse a los sonidos de la misma manera que los compositores de polifonía una vez hicieron.
Si la elección de claves realmente no afecta a la interpretación, muchos otros detalles gráficos lo hacen muy radicalmente. Más de un siglo de moderna práctica coral aplicada al repertorio polifónico nos ha hecho estar seguros de un importante concepto: las marcas adicionales añadidas por un revisor –legato, staccato, acentos, dinámica y cambios de tempo– no ayudan de ningún modo a clarificar la idea del compositor. Al contrario, indefectiblemente conducen bastante al efecto contrario: imponen a la práctica interpretativa original, como una capa de barniz transparente, una serie entera de modos de expresión pertenecientes a un contexto más moderno. Estos agregados terminan por distanciar la interpretación de la pieza del resultado original. La notación de una pieza polifónica debe contener sólo lo que fue escrito, o lo que podría haber sido escrito, por el compositor; el sol claramente se ha puesto sobre las ediciones de Malipiero. Los cantantes modernos tienen el derecho de insistir en que el director, o la persona responsable de interpretar la pieza, haga un esfuerzo para transcribirla completa, más bien que subordinarlos a una partitura que está estropeada por deliberadas marcas pseudo-interpretativas.
Los requisitos previos para una buena transcripción, no obstante, van mucho más allá de la simple recomendación del no agregado de algo extra. ¿Qué se les pide entonces a los que preparan la partitura para la polifonía? Por sobre todo, que todas las notas estén en su lugar: pero aún satisfaciendo esta necesidad básica, no es tan fácil como puede parecer. La escritura renacentista concede grandes márgenes de discreción incluso al leer los sonidos. Primero, está el tema de las implícitas alteraciones accidentales, aquellas que deberían ser colocadas encima de la nota en una edición bien hecha; sabemos que algunos mecanismos particulares de la técnica polifónica, aquellos relacionados con el tritono o aquellos típicos de las cadencias, impusieron alteraciones accidentales para algunos sonidos sin ser necesario tenerlas explícitamente indicadas en las partes. El revisor, de aquí en adelante, debe tener el conocimiento sonoro de todas las convenciones armónicas empleadas en la época del compositor. Puede afirmarse que, en este campo, no hay certezas absolutas, sobre todo considerando que aún las fuentes renacentistas no parecen estar de total acuerdo en cuanto a esto; sin embargo, la concreción del punto de vista diametralmente contrario debería ser acentuada. Los criterios generales para ubicar correctamente las alteraciones accidentales no sólo existen, sino que dan muy pequeño margen para la interpretación personal. Los días en que se pensaba que se podría dar el carácter modal a una pieza simplemente aplanando o bajando la nota principal proveniente de un retardo, también han terminado. Las reglas para colocar dichas alteraciones accidentales están claramente definidas y tampoco son difícil de entender –sólo tienen que ser enseñadas correctamente.
Otro aspecto que el editor moderno está llamado a abordar al presentar la escritura renacentista verdaderamente legible es la ubicación del texto. Muchas de las habituales técnicas de impresión permiten un nivel de precisión totalmente ausente de las fuentes del siglo XVI, época en la que el texto era simplemente ubicado al comienzo de la frase musical sin separación o espaciado alguno; en verdad, una gran cantidad de música sacra -tanto en manuscritos como impresa- no ha hecho más que disponer un título, dejando todos los pentagramas anotados en blanco. El coreuta moderno, por otra parte, necesita ser asistido sílaba por sílaba en la delicada tarea de hacer coincidir el texto con las notas. La polifonía del siglo XVI está muy alejada de nuestra cultura musical para ser capaz de confiar, como era el caso en la época, en una serie de convenciones tácitas. En esta cuestión, estamos aún muy lejos de haber madurado una aproximación informada: los directores muy rara vez cuestionan la ubicación del texto según está ubicado en la partitura, así como es cierto decir que rara vez sus estudios dejan espacio para el entrenamiento específico sobre este asunto.
Cualquiera de nosotros puede fácilmente verificar cuán serias son las consecuencias de este estado de situación. Si, por ejemplo, es cierto que Kyrie eleison puede extenderse entre 4 y 7 sílabas, o que in gloria Dei Patris puede hacerlo entre 6 y 8, pensemos en cuántas veces el melisma de la penúltima sílaba ha sido cantado en el lugar equivocado, quizás comprometiendo la claridad y comprensibilidad de un episodio completo. El aspecto fundamental para ubicar el texto en la música renacentista es que el silabeo se adapte naturalmente al fraseo polifónico: sílabas largas en notas largas, sílabas cortas en notas cortas, melismas sobre sílabas acentuadas, correcta pronunciación de diptongos, y así sucesivamente. Desafortunadamente, hoy, la única garantía de tener una buena partitura aún es la habilidad personal, o más bien profesional, del transcriptor.
Ninguno de estos puntos iniciales en realidad tiene peso suficiente como para ser acusado de haber estrangulado el “renacimiento” de la tradición polifónica renacentista sin ayuda de nadie. Partituras, claves, alteraciones accidentales y ubicación de los textos, todas son cuestiones importantes, pero no constituyen más que una especie de larga introducción a nuestro tema. En los párrafos siguientes exploraremos importantes conceptos como el ritmo, pulsos y valores -no podemos enfatizar lo suficiente acerca de cuán cruciales son estos aspectos. Una cosa es colocar una sílaba incorrectamente o agregar un # o un b sin una buena razón, pero algo bastante diferente es malentender completamente el ritmo o la dinámica de una pieza entera. Se dice que la transcripción de la polifonía es necesaria para “hacer comprensible al lector moderno aquellos aspectos de la notación del pasado que hoy demostrarían ser demasiado oscuros para los que no tienen una formación específica en la paleografía”. ¿Cuán válido es este razonamiento?
Nuestros coreutas aficionados en general no se espantan ni siquiera con los neumas de los cantos gregorianos de Saint Gall, o con la oscuridad de cierta escritura del siglo XX. ¿Es la notación renacentista realmente tan diferente de la nuestra como para justificar la transcripción a otro sistema? La verdad, no, o al menos no en cuanto a sus mecanismos más básicos; muy probablemente más del 90% de las obras musicales maestras a partir del siglo XVI son absolutamente accesibles a quienes saben leer piezas en escritura moderna. Hay diferencias, desde luego, pero las más sustanciales no son de manera alguna difíciles de adoptar, pues todas provienen de una fuente principal. Veamos cuál es ésta.
La historia de la música occidental registra, con toda claridad, algo que ha ocurrido exclusivamente con la notación: el cambio constante de valores de duración. Puede decirse que esto es algo que simplemente ocurre y es así; no hay ninguna razón verdadera para ello, aún cuando haya varios argumentos diferentes que intentan justificarlo en diversos contextos históricos. Es un asunto fundamental, tanto que cualquier discusión acerca de la transcripción debiera comenzar precisamente desde aquí.
Simplemente consiste en esto: con el tiempo los valores de referencia usados en la notación gradualmente se reducen. Si un siglo piensa en términos de longa y brevis, el siguiente piensa en términos de brevis y semibrevis; lo que viene después serán semibrevis y minima y más tarde todavía minima y semiminima. Prestemos suma atención: todos estos cambios se refieren solamente a cómo la música está escrita, en tanto no tienen efecto en absoluto sobre el tempo. Se podría decir que los intérpretes más jóvenes de cada generación están dispuestos a “embutir” la música de sus antepasados en figuras más y más pequeñas; con el transcurso de las décadas estos mismos compositores comenzaron a envejecer y el modo en que pensaban la música se tornó más austero. Entrando en años, ellos mismos se transformaron en los defensores del sistema ante los excesos de sus nietos. El resultado de estas dos tendencias opuestas y conflictivas es precisamente un lento cambio hacia figuras más pequeñas.
Podríamos comparar el fenómeno de modificar figuras con el aumento relativamente constante de la inflación, un mecanismo similar pero opuesto que ocurre regularmente en el terreno de la economía: no tendría sentido hablar acerca de un automóvil de lujo que cuesta 500 dólares, a no ser que indiquemos que nos referimos al año 1925. El caso de la música es aún más fácil, pues ningún compositor normalmente usaría más de cuatro o cinco valores diferentes en la misma pieza: saber que Machaut usa la brevis de la misma manera que Palestrina la semibrevis, Cavalli la minima y Schumann la negra, no debería causar problemas a los que leen sus partituras.
La enseñanza del siglo XIX ignoraba totalmente este fenómeno; uno no puede siquiera culpar al programa ya que éste incluyó sólo una noción rudimentaria de toda la música antes del Clasicismo. Nuestro sistema escolar ha terminado por girar alrededor de sólo tres tipos compases binarios: 2/2, 2/4 y 2/8. Esto es debido a que son las únicas medidas binarias que un músico de finales del siglo XIX podría encontrar de manera realista dentro del repertorio clásico y romántico. Todo lo demás, se ha dicho, no es realmente necesario para el músico; y, si lo fuera, fácilmente podría ser transcripto. Esta solución ingenua y simplista, usada durante más de un siglo, ha hecho estúpida y perezosa a nuestra generación: de verdad, usar cualquier otro sistema básico distinto del que nos enseñaron en la escuela no debería causar ningún problema. Encontrar tres blancas o tres negras o tres corcheas en un compás no debería ser muy diferente que hallar tres longae o tres brevis o tres semibrevis: He experimentado esto durante muchos años, pero cualquiera puede probarlo por sí mismo transcribiendo a valores antiguos cualquier ejercicio de solfeo. Nunca cambio las figuras cuando edito polifonía en partituras, incluso si me enfrento a un motete del siglo XIII: creo que no puede ocurrir un verdadero “renacimiento” de la música del Renacimiento, hasta que no cambiemos nuestras estrechas mentes. Tenemos que convencernos de que el cambio de los valores de una composición polifónica se distancia de la interpretación original exactamente de la misma manera que la dinámica expresiva y la agógica añadidas: es una operación que oculta la idea del compositor como bajo un abrigo de barniz claro, conforme a un concepto rítmico inevitablemente diferente.
Debemos afrontar en este punto una objeción importante: si verdaderamente la velocidad de la pieza no depende de las figuras empleadas, debería ser aún más evidente que el cambio de las figuras es tan irrelevante como el cambio de las claves o aún el cambio de la tonalidad. Este argumento tiene alguna semejanza de estabilidad, pero sólo una semejanza: para los que realmente leen las figuras, y cada uno de nosotros tiene un período o un género o un estilo en el que nos sentimos en particular a gusto, cada sistema tiene una connotación muy exacta y no suena absolutamente igual si se cambia a figuras diferentes. El hecho es, sin embargo, que reducir los valores no sólo no es solución, sino que es, por encima de todo, una solución conceptualmente errónea. Reducimos los valores para hacer que el intérprete toque y/o cante más rápido: la verdad es que reducir las figuras a la mitad de su valor, es una solución que opera en una dirección diametralmente opuesta comparada con la lógica intrínseca de la notación mensural. Cada compositor por lo general tiene una opción, dentro de sus recursos rítmicos y expresivos, entre más de un tempo: esto ocurre debido, precisamente, a la lentitud con la que cambian las figuras. Para todos los músicos hay indicaciones métricas que pertenecen a las esferas clásicas y tradicionales, ritmos y compases más normales que permiten a la imaginación descontrolarse. La historia muestra que, conservando la misma disposición del ritmo, los compositores escogían las figuras mayores cuando quisieron inducir a los instrumentistas y/o cantantes a ir más rápido, y figuras más breves cuando quisieron que fueran más lento. En otras palabras, actuaron según una lógica que es todo lo contrario de la que conduce a dividir a la mitad.
La enseñanza decimonónica nos cegó en cuanto a esta verdad fundamental: las figuras reducidas inevitablemente conducen a la fatal elección de ritmos menos tranquilos. ¿Qué dirían los automovilistas si alguien les dijera bajar la marcha sobre la autopista para ir más rápido? Básicamente, entonces, viajando en segunda marcha el motor gira a tantas revoluciones que ¡parece una Ferrari!
¿Por qué Beethoven escribiría el Scherzo de la Novena Sinfonía en compás de 3/4 si era realmente equivalente al compás 12/8 (y 9/8)? ¿Por qué habría usado Schumann la misma solución en el final de su Concierto para piano, un fragmento con el que muchos directores aún hoy hacen el ridículo?
¿Por qué insiste el vals vienés en estar en “uno en compás de 3/4” más bien que en un más cómodo compás de 6/8? Simplemente porque valores más pequeños, incluso cuando habrían reducido considerablemente el número de barras de compás, invariablemente han conducido a los músicos a interpretar demasiado lentamente. La única manera de animarlos a hacerlo más rápido era usar valores más grandes. (ver Fig. 1)
Figura 1 – Beethoven en dificultades: poco ortodoxo, pero consigue hacerse entender
Como si la desgraciada práctica de reducir figuras no fuera suficiente, la definición del ritmo está afectada por otra delicada cuestión, referida a la disposición de las barras de compás. Seguimos repitiendo que cualquier signo añadido aleja la pieza de cómo era originalmente interpretada: ¿cómo es entonces posible que nosotros encontremos limitante la fluidez del fraseo polifónico renacentista en una verdadera jaula de recurrentes barras de compás? El compás data del siglo XVII. Se hizo necesario durante el período Barroco, y expresa significados que sólo son justificados por ese estilo. Esto sirve al objetivo de diferenciar los acentos que articulan el ritmo, dividiéndolos en fuertes y débiles y por consiguiente distribuyendo las diversas funciones armónicas dentro del período musical: nada de esto es factible para la música del Renacimiento, en la que el conteo del tiempo procede en unidades absolutamente indiferenciadas. Nos gustaría decir que quienes abordan música antigua tienen ya una cierta conciencia de esta cuestión; sin embargo, la manera en la que los transcriptores procuran encontrar estos nuevos requerimientos es aún totalmente insatisfactoria. En disposiciones polifónicas, usted a menudo encuentra una especie de sutil premisa en la que el redactor se ha distanciado de los compases que él mismo ha usado, tratando de desviar toda la responsabilidad de cualquier resultado pobre hacia los cantantes; esto claramente muestra que los compases habían sido añadidos sólo para ayudar a los cantantes y que ello no debe realmente influir en el ritmo de la pieza. Ayuda de los cantantes: ¿podría esto ser una buena justificación en apoyo de todas las transcripciones en barras? También es cierto que, leyendo entre líneas, hemos sido forzados a abrir la puerta a muchos otros compromisos; tratemos, entonces, de mirar la cuestión más estrechamente.
La adición de barras de compás quizás ayude demasiado a los cantantes: las partituras polifónicas habituales nunca contienen más que un promedio de cuatro figuras entre una barra de compás y la siguiente. Un promedio muy bajo comparado con todos los otros repertorios de música existentes, sea el barroco, el clásico, o el romántico. Se ha dicho que esto es inevitable pues, mientras un profesional (cualquier estudiante de tercer año) puede leer las Invenciones por Bach con doce notas por compás, un corista aficionado podría tener alguna dificultad con tales compases largos. Pero ¿es realmente verdadero que los integrantes de nuestros coros aficionados tienen un nivel tan bajo de habilidades? Sus repertorios fácilmente pueden incluir Misas de Bach, el Gloria de Vivaldi, Vísperas de Mozart y mucha otra música que está dividida en compases muy complejos. Desde luego que no: sólo con la polifonía antigua -notoriamente música muerta- son los coros aficionados y sus directores literalmente insultados por tener cuatro figuras por compás.
La elección de disponer una jaula alrededor del repertorio polifónico en compases de dos únicos tiempos es, en realidad, el fruto de una motivación mucho más profunda. Tan profunda que el mismo filólogo, si es realmente consciente de ello, rechaza reconocerlo; y esta es una razón de la que nunca se puede culpar a los ejecutantes, porque hay que hacerlo, por definición, con la teoría musical. El hecho es que teniendo compases binarios, el filólogo moderno cree -o sería mejor decir se engaña– que está ajustando su transcripción a las afirmaciones de la teoría musical del siglo XVI.
La pregunta es ahora muy específica, pero no suficiente para cerrar la puerta en la cara de quienes tienen sólo unas pocas nociones de teoría de la música. Nuestra investigación debe comenzar, otra vez, a partir del fenómeno de figuras que cambian con el tiempo. Los teóricos del siglo XVI nunca fueron completamente conscientes de la existencia de este cambio constante, y aún menos de su importancia: como a menudo ocurre a quienes se concentran demasiado en asuntos puramente académicos, estaban simplemente unas décadas por detrás.
Esto significa que en la época en la cual Verdelot y Jannequin escribieron música empleando redondas, los teóricos todavía hablaban de brevis, y en los días en que Marenzio y Wert usaban blancas, los teóricos aún hablaban de redondas. La teoría musical renacentista, en otras palabras, nunca fue realmente contemporánea a las composiciones con las que se enfrentó. Sobre este punto decisivo, el filólogo moderno tiene que saber absolutamente qué hacer: sólo su capacidad de leer el tejido armónico y contrapuntístico puede ayudarle a distanciarse de las afirmaciones teóricas. Si no tiene el coraje para hacer esto, terminará por dar a toda la transcripción valores del doble de los pretendidos por el compositor. Si la pieza está dispuesta en redondas, él colocará una barra de compás después de cada breve; si la pieza está dispuesta en blancas, él pondrá una barra de compás después de cada redonda. En el mejor de los casos, su diseño hará que el ejecutante crea que la música del Renacimiento hace uso de alguna especie de movimiento binario: este es un concepto que de ninguna manera es conveniente para el estilo de la época. La música renacentista se desarrolla en tiempo único, más susceptible a una subdivisión binaria; la falsamente aplicada división binaria referida al valor superior sólo puede enjaular horriblemente la vitalidad cambiable del fraseo al punto de tornarlo completamente irreconocible.
Nuestro argumento descansa ahora sobre la cantidad total de figuraciones comunes que se hacen pasar por indicaciones rítmicas verdaderas y apropiadas para composiciones polifónicas: notas puntilladas, retardos, indicaciones de cadencias, etc. Quienes sientan que esto no constituye prueba sustancial, sólo tienen que descubrir los igualmente muchos ejemplos en obras del temprano Renacimiento, período en el cual los teóricos hablaban de reducir la duración habitual alla breve: En la chanson y la frottola, que adopta aquella indicación de compás, no es raro encontrar secciones que contienen un número impar de semibrevis.
Esto está fácilmente establecido observando el último compás de las transcripciones, en las cuales la nota final a veces cae en el pulso fuerte, y otras veces parece caer sobre el débil; en estas piezas, a las cuales los modernos editores obstinadamente clasifican como alla breve, el único punto de referencia legítimo no puede ser otro que la redonda. Más aún, nótese que en muchos de estos casos el editor puede procurar disfrazar la evidencia, colocando, en alguna ubicación bien oculta, un único compás conteniendo tres redondas para asegurar que todo coincida cuando alcanzamos la cadencia conclusiva.
Fig. 2 – Arcadelt ambiguo: ¿cuál es correcta?
Pruebas aún más poderosas, provenientes de la década siguiente, pueden encontrarse en los madrigales de Verdelot y Arcadelt. Es bien sabido que las convenciones estéticas del madrigal adoptaron el requisito que la música siempre fuera diferente en cada episodio, esto es en cada frase del texto: sin embargo, no era el caso con el llamado proto-madrigal, en el que frases enteras fácilmente podían ser repetidas para una sección diferente del texto. En la música de estos dos autores no es extraño encontrar secciones repetidas nota por nota, claramente idéntica con respecto a la sustancia musical, para la cual las modernas barras de compás caen en sitios diferentes: las notas que la primera vez caían sobre el primer pulso del compás caen en el segundo cuando ocurre la repetición, y viceversa.
La esencia de estas observaciones debería ser clara: aún en estos casos las barras de compás dispuestas alla breve, de manera ilegítima agrupan dos redondas que en realidad tienen el mismo efecto en la medida del ritmo. Esto se traduce en una transcripción absurda, que inevitablemente se contradice cuando uno procura tener sentido del arco contrapuntístico; una sección que parecerá todavía más ilógica por más firmemente que el director trate de adoptar con fidelidad un modelo gestual basado en el pulso (ver Fig. 2).
La imagen estaría incompleta si no se menciona el último mal hábito de los transcriptores: el de modificar la indicación de compás para acomodar las duraciones que ellos mismos han modificado y las barras de compás que ellos mismos han colocado. Siguiendo este camino es realmente imposible imaginar una auténtica resurrección de la completa tradición musical de un siglo entero. La mayor parte de los defectos encontrados en transcripciones modernas reside únicamente en el hecho que los editores reservan para sí mismos el derecho de interferir antojadizamente con los compases, los valores de las notas y el pulso: modificar en todo momento la relación entre estas tres variables trae aparejado finalmente que, cuando la interpretación es insatisfactoria, nadie sabe a cuál de los tres parámetros culpar por ello. Al transcribir la Déploration sur la mort de Ockeghem (el famoso motete de Josquin escrito en los últimos años del siglo XV), Smijers mantuvo la indicación de compás y las figuras originales, pero insertó una serie de compases juntos como para sugerir en realidad un funcionamiento alla minima: durante un famoso final de la Competencia Internacional Polifónica “Guido d’Arezzo” a comienzos de la década de 1980, esta pieza que debería durar no mucho más de dos minutos, fue estirada al total increíble de casi veinte minutos. Hoy, más de dos décadas más tarde, las grabaciones profesionales hacen algo mejor: ninguna de ellas logra durar menos de seis minutos. En este caso, nos dicen que el defecto está en las duraciones de las notas que no fueron adecuadamente reducidas: más bien reside en la irregular educación de una generación entera de intérpretes que inclusive no poseen la capacidad elemental de contar alla breve.
¿Y qué de los madrigales de Marenzio? Estos fueron escritos mucho más tarde, en los años 1590, con el símbolo de compás C, y por lo tanto están dispuestos en blancas; aún en ediciones modernas con frecuencia son transcriptos en compases de una redonda dejando inalterada la indicación de compás, de modo que su medida termine convirtiéndose trágicamente en un muy actualizado compás de 4/4. ¿Evitar crear aún la ilusión de un compás binario? ¡Y cómo! En este caso el transcriptor imprudente se arriesga a caer en la trampa de una ficticia medida cuaternaria. Cada uno de nosotros, en nuestra biblioteca personal de “grabaciones-que-nunca-deberían-haber-sido-hechas”, seguramente posee muchos ejemplos que ilustran las consecuencias de esta desgraciada coincidencia (ver Fig. 3 y 4).
Figura 3 – La trampa de Marenzio
Hay una última consideración, que generalmente es desatendida, a la que considero decisiva en la confección de una buena transcripción. Es su diseño integral: cuántas notas deberían estar una línea, dónde colocar el D.S., cómo organizar el diseño de la página. He visto demasiadas ediciones que podrían haber sugerido soluciones interesantes, pero eran inutilizables debido a su formato inadecuado, espaciado extenso entre notas, o disposiciones asimétricas de frases análogas. Aquí tampoco hay garantías, y la calidad del producto final depende completamente de la habilidad del editor; pero los que asumen la educación de un director deberían procurar inculcar al menos un mínimo de conciencia acerca de estos problemas tan delicados. Con frecuencia el éxito o fracaso final de una transcripción depende de detalles equivocados como estos.
Figura 4 – Estableciendo un récord para Josquin: una nota por pulso (transcripto por Smijers)
Ya es tiempo para sacar nuestras conclusiones y aún no hemos hablado de los aspectos positivos. Hasta ahora en este trabajo nos hemos limitado a las pars destruens en cuanto a los malos hábitos que heredamos del pasado: hemos ocupado todo nuestro espacio distanciándonos de casi todas las soluciones propuestas provenientes de los dos siglos en los cuales se intentó revivir la polifonía temprana sin éxito. No hubo bastante tiempo para acentuar que, realmente, la transcripción es hermosa: quizás porque aún hoy el arte de la transcripción no ha comenzado a mostrar todo su potencial más sorprendente. Nosotros deberíamos ver la transcripción como una maravillosa oportunidad para ser explotada al máximo: una buena edición puede revelar la estructura formal de una pieza completa, puede brindar nuevo aliento al fraseo o proporcionar una mayor comprensión de las variadas facetas de la composición; aún puede comunicar originales y apasionantes sugerencias interpretativas al intérprete.
Sin duda, las próximas décadas nos proveerán tanto de tiempo para volver a estas discusiones, como de material para analizar. Por el momento tenemos que hacer nuestra parte, y nuestra parte es entender este concepto fundamental: es inútil buscar un acceso rápido si éste resulta ser más arduo e infranqueable que el camino principal. Explicar a cantantes y directores los significados de los símbolos usados en la notación mensural dentro de sus contextos originales, es un proceso tanto más simple y más fácil que el intento de reconstruir una teoría de la interpretación dirigido sólo por alguna transliteración gráfica improbable. Y por encima de todo está el único proceso por el cual legítimamente podemos esperar resultados artísticamente válidos y perdurables. El estado actual de nuestras transcripciones causa muy a menudo que las interpretaciones de polifonía sean sombrías y asfixiantes; no hay que extrañarse de aprender que para los cantantes -y para su público- una villanella de Banchieri o un balletto por Gastoldi todavía hoy son mucho más gratificantes que una obra maestra absoluta como un motete de Palestrina o un madrigal de Cipriano de Rore. Debemos comenzar a esperar que nuestros profesores nos muestren cómo leer la música escrita de los siglos pasados, no sólo en la universidad, sino también al momento de la interpretación efectiva.
Tenga en cuenta que este asunto más amplio es aplicable no sólo a la música polifónica temprana: la necesidad de distinguir el significado oculto dentro de la notación se aplica a todos los períodos de la historia de la música.
Cuando Häendel o Corelli escriben Largo o Grave y luego expanden los valores de las notas, no es lo mismo que cuando los conservan o reducen. Por el contrario, simplemente por abordar este asunto de este modo, nuestro pensamiento ya apunta en la dirección incorrecta: desde que la música comenzó a ser escrita, son las notas las que deberían hablar primero. Las indicaciones de tempo pueden, en el mejor de los casos, clarificar lo que las notas ya han dicho.
En mi biblioteca personal de las “grabaciones-que-nunca-deberían-haber-sido-hechas” los ejemplos no son todos del Renacimiento, y contienen versiones de algunos de los nombres más altamente considerados de la escena internacional: aún en las mejores familias uno puede estudiar toda la vida técnicas de arco o digitación, extrayéndolos con afectuoso cuidado de las fuentes originales, y luego cometer desgraciadamente un desliz cuando es menester descifrar el movimiento de un Andante. La resurrección de toda la música del pasado será un sueño siempre incumplido hasta que las cuestiones mencionadas aquí sean incluidas, con un perfil mucho más alto que el de hoy, en los temas estudiados por las futuras generaciones de directores.
Luigi Lera es egresado de grado en Humanidades y posee Diploma en Piano y Música Coral. Ocupa la cátedra de Historia de la Música en el Udine Conservatory of Music. Ha publicado trabajos sobre métodos medievales de enseñanza, sobre polifonía desde sus orígenes y sobre técnica contrapuntística. Ha publicado música de Jacques Arcadelt, Giovanni Maria Asola y Andrea Gabrieli, y es autor de un manual de Canto Gregoriano, un volumen referido a Acústica musical (en colaboracióncon el físico Vincenzo Schettini), y un método de enseñanza de Armonía y Contrapunto. Ha grabado música litúrgica medieval, polifonía italiana del siglo XIV, y madrigales renacentistas. Desde 2012 ha puesto en funcionamiento el sitio www.tmpol.it dedicado al repertorio polifónico: aquí pueden encontrarse transcripciones y pistas de audio de más de 200 composiciones de diversos períodos y en varios estilos, realizadas con el empleo de criterios específicos elegidos de acuerdo a las características distintivas de los diferentes períodos de la Historia. Correo electrónico: luigilera@libero.it
Traducido del inglés por Oscar Llobet. Argentina
Revisado por Juan Casabellas, Argentina