La verdadera historia de las Vísperas de la beata Virgen de Alessandro Grandi
Andrea Angelini, director de coro, compositor, Editor del BCI
Era el 2 de mayo de 1630, temprano por la mañana, cuando sonó el teléfono de mi casa de campo, situada en las colinas de Rímini. Ese sonido tan molesto me pilló desprevenido… ¿Quién podía ser a esas horas, sobre todo en esa época tan sombría con la peste acechando a la ciudad de Bolonia?
Llevábamos un año confinados en nuestras casas, cumpliendo indicaciones pontificias del Cardinal Stefano Bonaccinus. Sus guardias vigilaban tanto las calles de la ciudad como las zonas del campo, sembrando el terror entre los que, por necesidad, incumplían dichas indicaciones y se alejaban de su casa más de las 350 brazas permitidas. Pocos días después conoceríamos la noticia de un granjero al que dieron una paliza porque salió para recuperar su arado y su viejo buey alejándose más de lo permitido. Por desgracia, el pobre animal también fue castigado. Las noticias no decían nada de lo que ocurrió con el arado.
Con esas cosas en mente, y con la cabeza aún desincronizada por el abrupto despertar, corrí hacia el aparato, que seguía emitiendo ese sonido incansable. Al otro lado del cable, una voz fina y lejana, que quizás había perdido la esperanza de que respondiera, me dijo: «Andrea, soy Alessandro Grandi, de Bérgamo».
¡Podéis imaginar mi sorpresa al oír aquellas palabras! No tenía noticias suyas desde hacía casi cuatro años, exactamente desde septiembre de 1626, cuando me reuní con él y Claudio (Monteverdi) en una taberna. En aquella época Claudio era el Maestro di Capella en San Marco y Alessandro era su suplente. Es bien sabido que no había buena sincronía entre ellos dos, sobre todo en los últimos años en los que trabajaron juntos en la gran basílica. De hecho, Claudio había publicado en 1610 sus famosas «Vísperas de la beata Virgen» como una obra unitaria, compuesta como una unidad musical, mientras que su amigo Alessandro había “ensamblado” una obra con fines litúrgicos, uniendo piezas compuestas entre 1610 y 1625. El hecho de que sus Vísperas eran una especie de patchwork lo confirman la ausencia de antífonas antes y después de los Salmos y el Magníficat.
Durante aquel encuentro en el mes de septiembre, en cuanto Claudio se fue de la taberna ligeramente achispado, mi amigo me puso en las manos una copia manuscrita de su obra y me dijo: «Toma, por favor, échale un vistazo, no soporto que él haya compuesto unas Vísperas y yo no». Miré el manuscrito por encima y, puede que ingenuamente, le dije: «Alessandro, esto son obras que ya tenías, no puedes competir con Monteverdi…».
Creo que mis palabras le enfadaron muchísimo, ya que abandonó la inmunda taberna irritado y gritándome improperios, una mezcla de palabras ininteligibles que debió aprender durante sus años en Ferrara, préstamos lingüísticos del refinado lenguaje veneciano.
Si no estuviera convencido de que había sido una estrategia para dejarme solo ante el montante a pagar por lo que aquellas dos bocas voraces habían tragado, puede que hubiera colgado el teléfono sin esperar más respuesta. Sin embargo, como conocía su carácter impetuoso y único, sumado a que sentía mucho su situación, ya que llevaba tres años viviendo en Bérgamo, ciudad que, junto con Milán, sufrió mucho por la peste, aguardé a que continuara con la conversación. «¿Te acuerdas de mis Vísperas?», me dijo. «En aquel momento las miraste sin interés, pero creo que estabas equivocado, querido amigo, y me gustaría publicarlas».
La noticia me dejó sorprendido y algo indignado. No era una obra de arte, puede que sí fuera una buena colección de canciones, pero, ¿cómo se podía invertir tiempo y dinero en un proyecto de dudosa calidad? ¿O realmente yo estaba equivocado? Tuve que ir a comprobarlo. Pude hacerlo porque la copia que me había dado seguía en alguna caja de mi sótano.
Me sorprendió lo último que me dijo: «Andrea, por favor, ven a Bérgamo. La situación en grave, la peste está diezmando nuestra ciudad y me gustaría confiarte la última revisión, la que quiero que se publique». Me pareció que estaba loco por pedirme eso, cuando probablemente podíamos revisar y comentar todo vía Skypus, el nuevo sistema de conexión entre los Estados Pontificios y el Ducado de Milán y Mantua. Con una rápida consulta supe lo que ambos temíamos y que él probablemente ya sabía: los lansquenetes, de camino a Mantua, habían roto los cables y habían dejado a toda la población situada encima del río Po sin ninguna información de lo que pasaba al sur del río. Todo lo que podía hacer era ir en persona.
Reuní lo indispensable, incluyendo una variada gama de mascarillas PF4, FFPP1, TRP34, HMN67, las que según las autoridades de cada lugar eran obligatorias para cruzar la respectiva frontera. Obviamente todas eran iguales, pero cada duque o príncipe fabricaba las suyas propias para recaudar impuestos de la gente. Finalmente, el escriba pontificio me expidió un certificado declarando que podía ir a Bérgamo, por mi cuenta y riesgo, para un «compromiso laboral sin especificar».
Tras dos días de viaje, obligado a cambiarme la mascarilla cada 4 horas, entré en el Ducado de Milán. Os aseguro que la situación se me presentó con toda su crudeza, muy similar a los que leería 230 años después en el poema de Manzoni. En las puertas de Bérgamo me sentí abrumado y pensé que aquello tenía que ser el verdadero infierno, muy similar a como lo había descrito Dante previamente. El terror de la ausencia y el lazareto definían la situación: no se informaba de los infectados, los monjes y sus superiores eran sobornados por los clérigos del tribunal, se emitían certificados de defunción falsos a cambio de dinero.
Alessandro debía estar confinado, si es que seguía vivo, en la rectoría de Santa María Maggiore y decidí ir hacia allá lo antes posible. Tuve que huir de un transeúnte al que intenté pedir indicaciones, pero por suerte divisé la cúpula de la basílica sobresaliendo por encima de las casas. Una vez llegué a la pequeña plaza, miré a mi alrededor en búsqueda de un rostro conocido o de ayuda. «¡Bienvenido a casa, Andrea!», exclamó un cuerpo cadavérico desde lo alto de una pared con pequeñas ventanas medio abiertas. Me indicó con la mano dónde estaba la puerta de entrada, a la izquierda del edificio; le devolví el saludo, contento de haberlo encontrado vivo, aunque quizás no muy saludable.
No nos abrazamos (si no respetábamos las estrictas normas de distanciamiento social podíamos tener serios problemas con los guardias) y conversamos siempre con la mascarilla homologada en Bérgamo, la ORB22; yo no llevaba ese modelo entre mi equipaje, por lo que Alessandro me cedió amablemente una de las suyas.
Ambos éramos conscientes de que, por distintas razones, contábamos con poco tiempo, así que nuestra conversación se centró en el motivo por el que yo estaba allí: la nueva edición de las Vísperas de la beata Virgen. «Presta atención, Andrea, intenté hacer una grabación virtual, quería que percibieras la belleza del sonido sumado a las impresiones que te pueda dar lo que he escrito en el papel. Por desgracia, no ha podido ser, muchos de los miembros del coro han sido víctimas mortales de la peste y, además, hemos tenido muchos problemas técnicos y de conexión. ¡Qué tiempos tan difíciles, amigo!»
Una sincera emoción se apoderó de mí: allí estaba, frente a un hombre que se sabía un alma débil en medio de la tormenta y que depositaba en mí toda su esperanza para que su obra pasara a la posteridad. Esa obra no era tan bella como la de Claudio Monteverdi, pero era de una gran calidad e incluía las características de la música sacra de la época: una combinación de técnicas con especial atención al texto y sus afectos.
A la mañana siguiente, tras una noche en vela hablando sobre su música y cómo podía ayudarle, me fui convencido de que sí, ¡esas Vísperas merecían ser publicadas!
El trayecto de vuelta fue mucho menos complicado, excepto por un encuentro con los lansquenetes cerca de Poggio Rusco. Exactamente cinco días después de mi partida llegué a casa y me puse a trabajar en esa partitura que hasta 2007 no envié a Rudolf Ewenhar, un amigo musicólogo alemán que se encargó de la edición que todos admiramos hoy en día.
Os preguntaréis por qué espere tanto tiempo antes de hacerlo. No tengo respuesta para esa pregunta…Puede que haya vivido demasiados años con la duda de si era mejor mostrar al mundo la obra de un respetado músico prácticamente eclipsado por el famoso Monteverdi o, por el contrario, ahorrarle al mundo una obra que quizás no fuera demasiado interesante.
Una mañana de junio de 1630, una llamada del eminente Doctor Ricciardo me anunció que Alessandro, su mujer y sus 10 hijos habían muerto víctimas de la peste, para la que aún no había cura…
Traducido del inglés y revisado por el equipo de español del BCI