Javier Martínez-Ramírez, compositor y director coral
En la Iglesia, la música ayuda a aumentar nuestra Gracia en Dios y quienes sólo la ven como un placer estético o un concierto religioso, pierden su objetividad. Es de suma importancia que los hombres y mujeres que forman el coro sean personas espirituales y que siempre busquen cantar con el corazón. (Teófano el Recluso, siglo XIX).
Orar es movimiento, acción del alma; es la necesidad de establecer una comunicación permanente con el Creador: «[…] es un acto realizado en colaboración entre el hombre y Dios».[1] No se conforma con la contemplación, no se reduce a la repetición; busca la soledad, pero no es ajena al mundo: su propósito es la redención universal a través de la salvación personal.
Ante esta búsqueda de diálogo con la Divinidad, los seres humanos han compartido la misma inquietud; uniendo sus almas en un solo espíritu, no solo han querido manifestarle al Señor sus penas, sus angustias, sus anhelos: también le han ofrecido alabanzas y agradecimientos por su poder, por su gloria. Por estas razones, la voz ha representado para la humanidad un instrumento valioso en este ideal de unidad en el mensaje: la colectividad, hermanada en la fe, le habla al Señor en un lenguaje común como suave fragancia espiritual. Las religiones buscan permanecer en esta mística conversación y han creado, a través del canto comunitario, formas superiores de comunicación para hablar y para recibir la Divina Palabra: el coral luterano, el canto gregoriano católico-romano, el canto sagrado budista, son algunos ejemplos.
El canto bizantino surge como un puente que reconcilia al Creador con sus criaturas, donde la oración se fortalece y adquiere un mayor poder de convocatoria, donde el alma se predispone al diálogo espiritual. Y en el centro de todo está Dios: sin Él, los cantos se vuelven inútiles, vacíos, sin sentido, artificiales; con Él, sus siervos esperan palabras de vida eterna.
EL CANTO
Durante el periodo medieval hasta la caída del imperio bizantino, una idea muy común en la teología y la especulación mística desarrollada en Grecia fue la transmisión angélica del canto sagrado; esta concepción es reforzada si tomamos en cuenta que algunos himnos utilizados en la Iglesia, afirma la tradición, son de origen celestial (como el Amén, Aleluya, Santo y Gloria, entre otros). Tanto en el Antiguo Testamento (Isaías 6: 1–4) como en el Nuevo (Apocalipsis 4: 8–11), la anterior afirmación es corroborada y, por ello, la Iglesia primitiva creía al hombre unido en la oración de los coros angelicales. Escritos de los primeros Padres de la Iglesia como Clemente Romano, Justino, Ignacio de Antioquía, Atenágoras de Atenas y Dionisio el Areopagita, así como los tratados litúrgicos de Nicolás Cabasilas y Simón de Tesalónica manifiestan esta creencia y la importancia de la música en el culto.[2] En consecuencia, en esos tiempos era inconcebible para un compositor poner su nombre en los manuscritos.
Desde el nacimiento de la Iglesia Cristiana, el canto formó parte integral del culto. En la Última Cena, Cristo y sus discípulos cantaron himnos antes de que partieran para el Monte de los Olivos (Mateo 26: 30; Marcos 14: 26). Posteriormente, san Pablo en su carta a los Efesios aconsejó: «llenaos del Espíritu Santo. Hablando entre vosotros y entreteniéndoos con salmos, y con himnos, y canciones espirituales, cantando y loando al Señor en vuestros corazones» (Efesios 5: 18–19).[3] En su origen, la práctica cristiana utilizó como modelo la rica tradición judía y continuó la herencia judaica de cantar salmos, agregando gradualmente nuevos himnos con contenido específicamente cristiano; gracias a ellos, expresaron la fuerza de su fe durante la persecución de los primeros siglos.
Al finalizar esta difícil etapa, la música continuó y prosperó junto con algunas corrientes heréticas que utilizaron melodías alegres y contagiosas para difundir sus ideas entre la gente. En oposición, los Padres de la Iglesia propusieron modelos a seguir: fue la época de los Siete Concilios Ecuménicos (siglos IV–VIII), donde la música sacra recibió su estructura y carácter definitivos. Las pautas acordadas en estos Concilios (periodo en que Oriente y Occidente formaban una sola Iglesia) son todavía normas canónicas para los cristianos ortodoxos. Hay dos principales características a resaltar:
- La música debía ser vocal. Los instrumentos no se utilizaban, pues su uso no era considerado consonante con la naturaleza espiritual del culto: la voz humana, por si misma, glorifica a Dios. Al respecto, san Juan Crisóstomo dijo: «Antiguamente, David cantaba con salmos, hoy todavía cantamos con él; David tenía una lira con cuerdas sin vida; la Iglesia, con cuerdas vivientes. Nuestras lenguas son las cuerdas de la lira, con diferente tono en verdad, pero con una piedad más armoniosa».[4]
- Por ser totalmente vocal, la música debía estar apegada fielmente al texto. Las melodías procedían y estaban hechas únicamente para éste, de ahí que los compositores fueron, principalmente, hombres de oración, padres místicos y dedicados, no tanto poetas o músicos profesionales. El contenido de sus himnos son declaraciones objetivas, nunca subjetivas: cada verso, cada estrofa, es una afirmación maravillosamente poética de la Fe.[5]
EL CORO
Durante los primeros años de la Iglesia, la participación en las celebraciones estaba distribuida, básicamente, entre el clero y la feligresía; los fieles, durante sus intervenciones, respondían con melodías sencillas y accesibles. Antes del siglo IV, el vínculo de unidad entre el clero y el pueblo en el acto litúrgico era cercano, estrecho. Esta koinonia (o «communio») puede ser aplicada al uso primitivo de la palabra choros: se refería a la congregación en conjunto, no a un grupo separado encargado de la parte musical de los oficios. Los feligreses siempre tuvieron un papel importante, recitando o cantando salmos, responsorios e himnos; por estas razones, las palabras choros, koinonia y ekklesia fueron usadas como sinónimos en la temprana Iglesia Bizantina. También choros fue usada en la Septuaginta (traducción al griego del Antiguo Testamento, sumamente utilizada por los primeros cristianos) en los Salmos 149 y 150, para traducir el vocablo hebreo machol (danza); por ello, la Iglesia tomó prestada esta palabra de la antigüedad clásica como una designación para la congregación en el culto y para el canto, ambos en el cielo y en la tierra.[6]
Posteriormente, al igual que sucedía en la rica tradición judía, varios cantos se volvieron cada vez más complejos y los cantores especializados se convirtieron en una necesidad. El Aleluya, por ejemplo, contenía pasajes musicales elaborados y era menester que lo entonaran personas con mayores aptitudes musicales y verdadera devoción. Así surgieron los coros en las iglesias.
El coro, ya siendo un grupo aparte de los fieles, surge como consecuencia de un mayor desarrollo en la música sacra; era necesario contar con cantores que, al interpretar melodías muy elaboradas o con cierto grado de dificultad, representaran al pueblo en una sublime alabanza a Dios. En esos primeros años comienza una participación musical definida entre el clero, un grupo de cantores y los feligreses, a semejanza de la tradición judía: es por ello que el canto antifonal en la Iglesia ha sido una costumbre que todavía se conserva, ya que es un valioso recurso para cantar durante un largo periodo sin fatigarse, y les da lucimiento y dinamismo a las celebraciones, manteniendo a los feligreses entusiasmados.
Aquellas personas designadas para pertenecer al coro debían conocer perfectamente los oficios litúrgicos y los libros utilizados en ellos, además tener aptitudes para el canto y una probada solvencia moral. Ya aceptados como miembros, se les rasuraba la cabeza en un rito especial.
Los miembros del coro consideraban su función de gran importancia y, para ellos, ésa era su vocación. También la Iglesia los tenía en gran estima y, por esta razón, formaban parte de las órdenes clericales (como sucede actualmente con el cantor principal en las iglesias orientales). Su posición privilegiada es manifiesta en la Iglesia primitiva, y ya en el Concilio de Laodicea (343–381 d. C.) podemos apreciar el rango que ocupaban dentro de la jerarquía eclesiástica:
- Presbíteros (sacerdotes).
- Diáconos.
- Subdiáconos.
- Lectores.
- CANTORES.
- Exorcistas.
- Guardianes de puerta.
- Ascéticos.[7]
Aunque no pertenecían al alto clero, eran un grupo distinguido e importante. Asimismo, el canon XV del mismo Concilio sólo permitía a los psaltai (cantores) participar en los servicios: «nadie podrá cantar en la Iglesia, más que los cantores canónicos que suben al atrio y cantan de un libro».[8] Esta medida no perjudicaba a la asamblea ya que sus intervenciones en las respuestas comunitarias como Amén, Y con tu espíritu, Señor Ten piedad, entre otras, han sido desde siempre tradicionales.
En esta paulatina separación entre el coro y el pueblo, se les asignó a los cantores un área especial dentro de la Iglesia, cerca del Santuario (donde está colocado el Altar). El término choros se volvió referente a una actividad clerical especial en la liturgia y, eventualmente, se convirtió en equivalente a la palabra kleros.[9]
EL CANTO BIZANTINO
Referirnos al canto bizantino nos remite invariablemente al cercano oriente en los primeros siglos después de Cristo y a la Iglesia Ortodoxa que lo ha mantenido vivo hasta nuestros días (equivalente al canto gregoriano en la Iglesia Católica Romana); es música exclusivamente sacra, en la mayor parte de los casos al unísono, ejecutada por el psaltis (cantor) o por el coro (en la mayoría de los casos, masculino), sin acompañamiento instrumental. En el siglo XIX, por la influencia occidental, se le agregó el isocrátima (especie de bordón) a la melodía principal: se trata de un grupo de cantores que interpretan el íson o nota pedal que sostiene el canto monódico.
Estrictamente hablando, la música bizantina es el canto sagrado de las iglesias cristianas que siguen el rito ortodoxo. Esta tradición, que abarca el mundo de habla griega, se desarrolló en Bizancio desde el establecimiento de su capital, Constantinopla, en el año 330, hasta su caída en 1453. Es innegable la diversidad de su procedencia pues utiliza la música judía y los procedimientos técnicos y artísticos de la época clásica griega; además, está inspirada en la música vocal monofónica que evolucionó en las primeras ciudades cristianas de Alejandría, Antioquía y Éfeso.[10]
Su periodo de esplendor comienza a mediados del siglo V en Constantinopla, Jerusalén, Alejandría y Antioquía. Hasta el siglo XI, casi todos los textos de los himnos eran compuestos por poetas músicos: san Romano el Méloda (siglos V y VI), san Sofronio, Patriarca de Jerusalén (638), san Andrés de Creta (entre 660–740 aprox.), san Cosme de Jerusalén y san Juan Damasceno (siglos VII y VIII), a quien la tradición atribuye la creación de un sistema de ocho Tonos (escalas melódicas) y la organización, en consecuencia, de los himnos existentes en este sistema.[11]
En los siglos siguientes, la música se desarrolla respetando siempre una referencia constante a los modelos establecidos en el primer periodo, especialmente el carácter indicado por los Tonos en los cuales el himno era compuesto originalmente. También la notación evolucionaba a través de una serie de signos que indicaban los intervalos donde la melodía ascendía o descendía. A semejanza de un texto, se podían leer linealmente, a diferencia de la notación occidental donde la altura de una nota puede verse espacialmente en un pentagrama.
Durante los siglos X y XI, los monjes introducen elementos de la música turca (particularmente en el Tono 6), acentuando el misticismo de los cantos. Posteriormente, en el siglo XII, las melodías estaban compuestas en un estilo bastante estricto y rígido, en forma silábica (una sílaba por nota); a partir del siglo XIII hasta el XV, el canto se volvió más elaborado y complejo en un estilo sumamente melismático (donde una sílaba puede abarcar varias notas sucesivamente), destacando como un gran compositor Juan Cucuzeles, un innovador en el desarrollo de la música bizantina.
La forma melismática de la melodía permaneció, adquiriendo cada vez más un carácter de improvisación. Hasta el final del siglo XVIII, el repertorio original de los manuscritos medievales fue poco a poco remplazado por composiciones menos antiguas y el sistema modal básico fue sometido a profundas transformaciones. La notación cada vez era más difícil de entender: así surgió la idea de una reforma en la escritura.
Gregorio de Creta (murió en 1816) fue el primero en intentarlo; después continuó su discípulo Crisantos de Madytos (1770–1846 aprox.) que introdujo algunos conceptos basados en la música occidental y, por esta razón, fue desterrado. Posteriormente, regresa a Constantinopla, y junto con Gregorio el Protopsaltis y Curmuzio el Archivista, lleva a cabo la reforma de la enseñanza y de la notación musical que permanece hasta nuestros días.[12]
LA ESCRITURA BIZANTINA
Es un lenguaje de notación musical cuyas raíces se remontan al siglo VI en Medio Oriente y Grecia; con él se escribe el canto bizantino y, al igual que un texto, su lectura es lineal.
Su historia va de la mano al desarrollo de la escritura griega, pues al aparecer los signos prosódicos (los acentos y otros signos de lectura introducidos por los gramáticos para la entonación de la voz, entre otras cosas), éstos se incorporan a la lectura de pasajes de la Biblia (siglo VI) que, en ese tiempo, sólo se leían. Al volverse el culto más fastuoso, las lecturas entonadas le dieron mayor solemnidad al ritual. Con el transcurso de los siglos, las indicaciones en la interpretación del canto se volvieron más complejas y, en consecuencia, la notación tuvo una mayor evolución hasta su estructuración final en el siglo XIX.
USO DEL CANTO BIZANTINO EN LA MÚSICA ACTUAL
Compositores del siglo XX como el inglés Sir John Tavener (en su famosa Song for Athene), el polaco Krzysztof Penderecki (en su bello Pieśń Cherubinów o Himno de los Querubines), Rodión Shchedrín (en el místico Запечатленный ангел o el Ángel Sellado) y, un poco menos, Stravinsky (en su Отче Наш o Padre Nuestro) y Rachmaninoff (en el monumental Всенощное бдение o Vísperas), utilizaron elementos de la Música Bizantina.
BIBLIOGRAFÍA
- CONOMOS, Dimitri. “Orthodox Byzantine Music”, en A companion to the Greek Orthodox Church. Department of Communication, Greek Orthodox Archdiocese of North and South America. New York, 1984.
- UPSON, Stephen H. R. Historia de la Iglesia. Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa Antioquena en México. México D.F., 1997.
- La Sagrada Biblia. Trad. Félix Torres Amat. La Casa de la Biblia Católica. Editorial Reymo S.A. de C.V. Colombia, 2002.
- WELLESZ, Egon. Música Bizantina. Editorial Labor S.A. Barcelona, 1930.
- ADAMIS, Mihalis. “La Musique Byzantine”, en el disco The Divine Liturgy of St. John Chrysostom. The Greek Byzantine Choir. Lycourgos Angelopoulos, director. Opus 111.
Javier Martínez-Ramírez es un compositor y director de coro mexicano. Estudió ópera, dirección coral y composición en la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y tomó clases de música bizantina en la Iglesia Ortodoxa Antioqueana. Obtuvo el primer puesto en el Primer Concurso Nacional de Composición Coral para Niños (1999) y el segundo puesto en el Cuarto Concurso Nacional de Composición Coral (2001). Algunas de sus obras han sido editadas por el Sistema Nacional de Fomento Musical y la Fundación Coral México para el IV Festival America Cantat. Ha dirigido al Coro de la Escuela de Bellas Artes de Toluca, al Coro de la Universidad Iberoamericana, el Coro de la Catedral Ortodoxa de San Jorge y al ensemble vocal masculino OMNES. Email: canonarca@hotmail.com
[1] MATTA EL MESKIN: Consejos para la oración. Narcea S.A. de Ediciones. Madrid.
[2] CONOMOS, Dimitri: “Orthodox Byzantine Music”, en A companion to the Greek Orthodox Church. Department of Communication, Greek Orthodox Archdiocese of North and South America. New York, 1984, p. 108.
[3] La Sagrada Biblia. Trad. Félix Torres Amat. La Casa de la Biblia Católica. Editorial Reymo S.A. de C.V. Colombia, 2002, p. 1138.
[4] UPSON, Stephen H. R.: Historia de la Iglesia. Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa Antioquena en México. México D.F., 1997, p. 150.
[5] UPSON, Stephen H. R., op. cit., p. 151.
[6] CONOMOS, Dimitri: op. cit., p. 109.
[7] UPSON, Stephen H. R., op. cit., p. 155-156.
[8] UPSON, Stephen H. R., op. cit., p. 156.
[9] CONOMOS, Dimitri: op. cit., p. 109.
[10] CONOMOS, Dimitri: op. cit., p. 107.
[11] ADAMIS, Mihalis. “La Musique Byzantine”, en el disco The Divine Liturgy of St. John Chrysostom. The Greek Byzantine Choir. Lycourgos Angelopoulos, director. Opus 111, p. 12.
[12] WELLESZ, Egon. Música Bizantina. Editorial Labor S.A. Barcelona, 1930, p. 88.