Por Fulvio Rampi, director y profesor
El título que he elegido para mi artículo es la amarga síntesis del razonamiento posconciliar eclesiástico —o, más bien, la falta de razonamiento— en cuanto al canto gregoriano. He recalcado en muchas ocasiones lo fácil que sería hablar de él si el famoso artículo 116 del Sacrosanctum Concilium hubiera expresado lo siguiente: «La Iglesia, aunque siempre ha apreciado las cualidades artísticas y expresivas del canto gregoriano, no lo reconoce como el propio de la liturgia romana; por tanto, aunque no se le excluye de la liturgia, no se le da el primer lugar». Nadie dudaría ni un segundo en darle la medalla de oro por su valor musical como base de la música occidental; casi todo el mundo, a día de hoy, estaría de acuerdo en considerarlo un importante referente cultural del pasado y un testimonio excepcional de la liturgia de la Iglesia, pero claramente incapaz de satisfacer las nuevas necesidades litúrgicas de manera adecuada. Para concederle los honores que se ha ganado tras siglos de oficio, la misma Iglesia debería otorgarle lugar distinto y más apropiado —que ya no el más importante— en la liturgia. Eso sería lo razonable, lo más sencillo y, sin duda, lo más cómodo.
Es bien sabido que el ejercicio de la liturgia posconciliar ha superado con creces la triste fantasía de este falso artículo 116 que me he tomado la libertad de inventar. La penosa esterilidad de la música litúrgica es sorprendente si se tiene en cuenta la hipotética declaración conciliar previamente mencionada. Sin embargo, todo adquiere connotaciones escandalosas —escandalosas en el sentido etimológico de la palabra— a la luz del verdadero artículo conciliar: «La Iglesia reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas».
La Iglesia, en la sabiduría de su Tradición, jamás ha albergado ninguna duda con respecto al canto gregoriano. El Sacrosanctum Concilium se limita a dar el visto bueno a la realidad innegable de esta situación, a este mandato indiscutible y, por tanto, al compromiso de un conocimiento renovado e infalible. Un conocimiento renovado que, por estar cimentado en un mandato imperturbable, no puede darse el lujo de hacer las preguntas equivocadas. La pregunta «gregoriano, ¿sí o no?» no tiene sentido y no merece ninguna respuesta, porque la Iglesia ya se ha encargado de ofrecer una. En el citado artículo, la Iglesia reitera la esencia de lo obvio: téngase en cuenta que lo importante es que el canto gregoriano pertenece a la liturgia de la Iglesia, por lo que se valora a un nivel que trasciende las cuestiones meramente artísticas. La Iglesia no se caracteriza por una obra de arte, un estilo arquitectónico o un repertorio musical; aunque pueda parecerlo, el canto gregoriano no es la excepción, dado que no se valora desde un prisma artístico, sino que mantiene una íntima relación con el auténtico tesoro que contiene: la Palabra de Dios. Esta, por sí sola, le pertenece, ya que la interpretación de la Palabra corresponde a la Iglesia. Por lo tanto, cuando hablamos de canto gregoriano, no ponemos en tela de juicio la expresión musical, sino el aspecto eclesiástico: la relación entre la Iglesia y la Palabra. Nuestras reflexiones girarán en torno a este concepto, indispensable para comprender un fenómeno tan complejo como el canto gregoriano.
El documento conciliar invita a no dar la música litúrgica y el canto gregoriano por perdidos, sino a replantearlos. Esto implica fomentar otras reflexiones eclesiásticas basadas no solo en la seguridad de la Tradición, sino también en los avances de las diversas ramas del estudio y la investigación (la paleografía y semiología gregorianas, el modo, la patrística, la liturgia, la teología, la historia del arte…), las cuales realizan una contribución sin precedentes, de manera seria y no ideológica, en la estructuración del cuerpo y alma del principio vital nova et vetera, que da vida a la Tradición de la Iglesia. La «continuidad» y la «ruptura» no deben referirse a un objeto (en este caso, al canto gregoriano), sino más bien a un conocimiento renovado, a su vez consecuencia de nuevos métodos de yuxtaposición desarrollados durante el siglo pasado. A la luz de la última reunión del Concilio ha surgido la necesidad de replantear el canto gregoriano —y, como tal, la música litúrgica en su conjunto— en el lienzo de una relación de complementariedad, y no de antítesis, entre la continuidad y la ruptura, donde la primera garantiza la validez y el principio subyacente de la segunda.
El canto gregoriano es la verdadera música de la liturgia, y la auténtica continuidad requiere de ruptura, del despojo y superación de unas costumbres previamente consolidadas que, con el tiempo, han terminado velando y enturbiando la naturaleza y la fuerza expresiva de la música. Si por continuidad entendemos la mera restauración de la costumbre preconciliar o la defensa de una comprensión y concepción ya cristalizadas, insensibles a cualquier «desafío» proveniente de los numerosos campos de la investigación musical, entonces la ruptura ha de seguir la misma lógica y limitarse a enfocar una fuerza equivalente y contraria en equilibrar la reconsideración y la eliminación. En realidad, el discurso posconciliar se ha visto sustancialmente mermado e invalidado por la yuxtaposición —y la configuración desafortunadamente ideológica— de un canto gregoriano inquebrantable que debe suprimirse tout-court.
Esta pregunta tan fuera de lugar ha provocado numerosos desastres y ha suscitado otras cuestiones no menos falsas y devastadoras, relacionadas con conceptos elevados y principios sacrosantos como, por ejemplo, la actuosa participatio, reducida a una triste mofa de la manera más infame. Ha producido y establecido, de manera gradual, una situación paradójica en la que la simple ejecución de una antífona gregoriana normal y corriente, algo que siempre ha sido objeto de deseo y admiración, se convierte de pronto en un peligro para la liturgia. La presencia del canto gregoriano en la liturgia ha pasado de ser una expresión musical objetivamente correcta (es decir, oficial) a ser regulada por la subjetividad más azarosa, o más bien por la bondad (o la aversión) del celebrante, el liturgista, el sacerdote o el obispo. Lo que más me sorprende, eclesiásticamente hablando, es la facilidad con la que normalmente se aceptan y consienten tales malentendidos. Me da la sensación de que, en nombre del llamado «espíritu del Concilio», el tema se ha pasado completamente por alto y todo esto es el resultado de formular la pregunta equivocada. El canto gregoriano y la música litúrgica, en todo su conjunto y enfoque actual, demanda plantear las cuestiones apropiadas —y necesarias—, lo que implica, en primer lugar, dar un paso atrás y reafirmar ante todo aquello que siempre se ha dado por sentado. En el contexto actual, reafirmar lo obvio sería lo nunca visto, pero —aunque incómodo y penoso— supondría el primer paso para reconquistar una gran parte del terreno perdido.
Pues bien, debemos preguntarnos qué representa ese terreno perdido: ¿dónde queda aquello que hace del canto gregoriano una auténtica «perla preciosa»? Vayamos más allá de bochornosas simplificaciones o prejuicios, volvamos a la esencia y formulemos la pregunta más sencilla y a la vez difícil de responder: ¿qué es el canto gregoriano? Podemos resolverla paso a paso y perfilar gradualmente el camino para revelar su verdadera identidad.
1. La respuesta más simple radica en lo que hemos dicho hasta ahora: el canto gregoriano es la auténtica expresión musical de la liturgia de la Iglesia Católica Romana. Deberíamos recordarlo en todo momento: la naturaleza eclesiástica es su rasgo más identificativo, y, como tal, sitúa este repertorio (llamémosle así) en un tipo de juicio que trasciende la mera dimensión artística y muestra directamente la estrecha relación entre la Iglesia y la Palabra de Dios. La Iglesia ha establecido una relación tan única entre el canto gregoriano y la Palabra que llegan a apreciarse sus ideas, reflexiones, interpretaciones y exégesis. Por decirlo de otro modo, la Iglesia nos dice que, cuando interpretamos el canto gregoriano, estamos expresando sus propias ideas sobre el texto. Es lo primero que nos dice, no lo único, sino lo primero. Hay mucho más, claro, pero de momento se nos asegura que «vivimos» y nos guiamos por su interpretación de las Escrituras. Esto nos bastaría para definir el canto gregoriano como símbolo verdadero de la Iglesia Católica Romana.
2. Seguimos respondiendo con el segundo paso: el canto gregoriano es —y aquí ampliamos lo dicho anteriormente— la versión sonora de la interpretación de la Palabra. Esta interpretación produce sonidos, se configura como acontecimiento musical, da voz a la Palabra; así entendemos cuán grande es la responsabilidad confiada al sonido, concebido en esencia como vehículo de los sentidos. El proceso continúa: la interpretación de la Palabra se transforma en sonido, por lo que la Iglesia lo acepta, «consagrándolo» como una parte fundamental de la liturgia y convirtiéndolo en el «vehículo de los sentidos», o más bien en algo que va mucho más allá del simple «embellecimiento» del texto. Este paso es crucial. El texto que se canta debe coincidir con el que se explica, y la explicación del texto estriba en la composición precisa del sonido. Así, el canto gregoriano simboliza la explicación audible de la Palabra según la voluntad de la Iglesia.
3. Es posible dar una respuesta aún más completa a nuestra pregunta inicial: el canto gregoriano supone la contextualización litúrgica de la interpretación sonora de la Palabra. Esto quiere decir que esta no solo se interpreta y canta, sino que, además, se pone en contexto; de este modo, se convierte en un acontecimiento litúrgico y se sitúa en el centro de la experiencia eclesiástica. Tenga esto en cuenta: la Palabra no solo está presente en la liturgia, sino que es la liturgia en sí misma. La “canción de la liturgia” es en realidad la misma “liturgia hecha canción”.
Detengámonos un breve instante para observar el camino que hemos recorrido: partimos de la Palabra, o más bien del precepto de la Iglesia; un regalo o, si usted lo prefiere, un don, uno que no debe olvidarse, sino utilizarse e intercambiarse para obtener frutos, desarrollarse y, finalmente, devolverse. Esta restitución es un acontecimiento audible que intima con los sentidos y se eleva hacia lo alto hasta convertirse en liturgia. El sonido en sí mismo, ese componente artístico, es funcional y coincide con su diseño exegético. Dicho de otra forma, el canto gregoriano transmite las ideas de la Iglesia sobre el texto y, sobre todo, ilustra sobre cómo se ha de entender y celebrar. La solemnidad del amén final pone de manifiesto la verdad.
4. A estas alturas, lo mejor sería añadir otra observación que nos acerque a la comprensión y respuesta de la cuestión inicial: la naturaleza litúrgica del canto gregoriano reside en su capacidad de estructurarse en una forma y estilo precisos. No existe tal cosa como una liturgia sin forma, pues esta es la perfecta antagonista de la improvisación. La forma no es mera apariencia, al contrario; revela la esencia de la que es signo, prueba, garantía. Podemos llegar tan lejos como para asegurar que, en realidad, no hay cantos, sino formas gregorianas propias de cada canto. Cada forma revela, incluso entre la variedad de movimientos melódicos y rítmicos, una naturaleza estructural precisa: hasta la misma forma —otro gran paso en nuestro viaje— está íntimamente relacionada con el sentido de la liturgia. Por poner un ejemplo, si hablo de un introito (el himno procesional), ya estoy definiendo el momento, la forma y el estilo de ese fragmento. En el caso que nos ocupa, no estaría definiendo solo la música que abre la celebración eucarística, sino también dando a entender que se ejecuta en un tono de recitación antifonal (la forma) y en un estilo semiornato (el estilo compositivo). Eso es un introito, se ha hecho así, tiene esa forma, ese estilo, ese molde; no puede ser de otra manera, puesto que de lo contrario no es un introito. Si hablo del gradual, el ofertorio, el responsorio o cualquier otra forma gregoriana, siempre identifico estructuras determinadas y no composiciones o cantos. Permítame, si lo considera oportuno, un pequeño paréntesis personal acerca de la situación actual. Tengo mis dudas acerca de la legitimidad y el propósito del desdén sistemático hacia este prerrequisito, proveniente de la antigua monodia de la tradición litúrgica, que ha normalizado la relación entre la forma musical y el sentido litúrgico. Se me vienen a la cabeza, por ejemplo, los cantos del Ordinarium Missae, el Ordinario de la Misa, y en particular el Gloria y el Credo, que, por el fervor generalizado e implacable de los fieles, se han convertido en algo completamente distinto, es decir, en formas responsoriales. A fin de incitarles a cantar y promover una ilusoria y equivocadísima idea de participación activa, se desperdigan estribillos simples (y, a menudo, banales) de manera indiscriminada a lo largo toda la celebración. El resultado de este hábito es deprimente y produce formas responsoriales turbias y totalmente ajenas a la naturaleza de la música en la liturgia, pese a que la Iglesia las haya concebido de manera distinta.
Volvamos a nuestras reflexiones: hasta ahora hemos determinado que el texto debe contener los elementos contemplados en un orden prescrito. Esta es la base de la música litúrgica. Gracias al canto gregoriano, la Iglesia ha grabado este requisito en piedra por los siglos de los siglos; sin embargo, debemos ser conscientes de que no nos limita a interpretar solo el canto gregoriano, pero nos asegura que este nos mostrará un camino obligado y eterno. Hemos de tener en cuenta que ignorar o desdeñar en la práctica un principio subyacente es contradecir de facto la enseñanza de la Iglesia en materia de música litúrgica.
5. Si todo esto no fuera suficiente, vamos a jugar ahora —por así decirlo— nuestra carta de triunfo. Lo hago porque estoy convencido de que aún no hemos llegado a lo más importante; en realidad, la auténtica fortaleza del canto gregoriano es otra: verlo —como sucede con las Sagradas Escrituras— desde una perspectiva más amplia. Un fragmento gregoriano, incluso si posee todas las características de estilo y forma que hemos tratado, incluso si ha experimentado la compleja «reelaboración» de la que he estado hablando, tendrá poco valor si no forma parte de un proyecto mucho mayor, uno que abarque todo el año litúrgico y beba de las relaciones, alusiones y referencias cruzadas: en una palabra, de las formulas. No puedo interpretar el canto gregoriano si no soy consciente de que cada pieza es una parte viva de todo el repertorio, y, sin la relación existente entre la parte y el todo, el valor intrínseco de la pieza en sí misma disminuye drásticamente. Tan solo con este juego de relaciones, referencias cruzadas y alusiones, algunas más confusas que otras, soy capaz de entender, tanto en el gran código de las Escrituras como en las antiguas tradiciones de la música litúrgica, el sentido de un capítulo, una afirmación o un fragmento musical más conciso o más extenso. El canto gregoriano vive de estas relaciones: sus raíces culturales lo sitúan en la tradición oral y se descubren mediante el uso de una técnica nemotécnica prodigiosa. Es de veras el canto de los recuerdos. Aquí tenemos, pues, otra definición en respuesta a nuestra pregunta: el repertorio completo, el enorme proyecto en su totalidad, meticulosamente estudiado y construido, está entregado a los recuerdos. No entraremos en el análisis de la evolución histórica del canto gregoriano, pero puede resultarnos de utilidad recordar que el testimonio escrito más antiguo —que data de los siglos X y XI— sugiere un repertorio ilimitado en el que los recuerdos determinan las relaciones. Cada fragmento gregoriano es una parte del todo, y ese fragmento resulta funcional a la luz de un proyecto exegético generalizado. Creo que el canto gregoriano puede entenderse en las líneas de la famosa visión paulina del cuerpo humano, en la que ninguno de los elementos vive para sí mismo, sino para unirse al resto y formar un todo viviente.
Hemos dado un pequeño paso adelante y vislumbrado una pequeña parte de las vertiginosas alturas de la formulación de un texto sagrado. Hemos mirado hacia abajo desde lo alto y hemos visto aquello que me gusta comparar con una gran catedral: ¿cómo podemos describir una catedral cuando estamos de pie frente a ella? Evidentemente, es fundamental saber de qué material está hecha y las técnicas empleadas en su construcción; tan fundamental es también entender qué caracteriza el texto del canto gregoriano, desde sus orígenes hasta sus cualidades fonéticas, pasando por la pronunciación, el valor silábico y demás. Al fin y al cabo, ¿qué sería una catedral de verse privada de su misión primordial y de su valor simbólico y alusivo? El material, primero bruto y luego refinado, termina siendo apto para crear una forma de proporciones perfectas, apoyada en el concepto del orden. Este es un requisito también indispensable para el canto gregoriano; es ese orden el que modela la forma y proporciona las claves para leer una obra. ¿Por qué no considerar, a un nivel más elemental, que la misma Creación, tal y como se narra en el libro del Génesis, se nos presenta como resultado de una creación de orden infinitamente sabia?
Como he dicho anteriormente, el canto gregoriano se nos presenta con la forma de una gran catedral en el centro de la ciudad, es decir, de la música litúrgica. Así es, objetivamente, tal y como es. La dificultad y complejidad de una nueva iniciativa en la música litúrgica no justifica juicios sumarios o proyectos que, de tan impulsivos, resultan mediocres, lo cual contradice en esencia la historia de la cultura eclesiástica, desde siempre nutrida por los mejores productos del pensamiento humano. Todavía no se ha estudiado lo suficiente la destacada función de este canto como «voz de la Iglesia». La misma Iglesia, al reivindicarlo como propio, nos asegura que sigue habiendo opciones y nos llama a extraer «cosas nuevas y viejas» de este tesoro que es el eco de la Palabra de Dios. Si tenemos paciencia y queremos comprometernos y entender de verdad el canto gregoriano, este nos llevará a las alturas que alcanza la Lectio Divina mediante la Palabra, porque es su forma musical. ¿De qué otra manera, pues, podemos definir la «obra» del texto sagrado como lo hemos hecho hasta ahora si no mediante la comparación de sus fases con los distintos niveles de la Lectio Divina, desde la ruminatio hasta las cumbres de la más embriagadora contemplación? Me pregunto qué diferencias habría en nuestras reflexiones cotidianas sobre la música litúrgica si comenzaran a partir de una comparación seria y libre con el canto gregoriano. Solo un novicio pensaría que la música sacra se reduce al canto gregoriano, pero obviarlo o descontextualizarlo es lo mismo que quitar una catedral de su propia ciudad y diócesis. Más aún, es lo mismo que eliminar el requisito para que una reflexión sobre las iniciativas de la música litúrgica sea fructífera. Esto es así porque la Iglesia ha sentenciado, mediante el canto gregoriano, que la naturaleza íntima de la música sacra se halla en la transformación de la Palabra de Dios en un acontecimiento litúrgico. Cualquier otra perspectiva, aún legítima, es secundaria. Ante nosotros se encuentra el testimonio de ese objetivo cumplido. El canto gregoriano es todo eso, e incluso ha sido capaz de introducirse en las formas de la música popular. El inmenso alcance del llamado canto gregoriano popular es el fruto de un viaje largo y secular iniciado en la íntima naturaleza eclesiástica de la antigua monodia litúrgica. A medida que pasan los siglos va surgiendo la posibilidad de sustituirlo, pero lo que resulta verdaderamente imposible es reemplazar la concepción primordial que lo ha establecido. El canto gregoriano es sin duda un producto artístico de su tiempo, por lo que puede llegar a sustituirse. Esto no significa, sin embargo, que se erradique la huella imborrable de la Iglesia. Como decía San Agustín, cuando hablamos del plan de Dios, «cambia el propósito, no el concepto». Cualquier reflexión eclesiástica sobre la música litúrgica que no aborde con seriedad el tema del canto gregoriano equivale a comprar artículos falsificados con dinero falsificado.
Conclusiones
Pero, siendo realistas, ¿qué debemos hacer? ¿Qué debe hacer una parroquia, una catedral, una pequeña schola cantorum o un gran coro? ¿Qué posibilidades, recursos y fortalezas tenemos? Volveremos, seguramente, a nuestros miles de problemas cotidianos que ocuparán todo el tiempo que podríamos dedicar a la reflexión. En ese caso, aunque coincidamos en todas estas observaciones, ¿cómo podemos llevarlas a la práctica en un contexto eclesiástico que, salvo en contadas ocasiones, es reacio a considerar esta clase de perspectivas litúrgico-musicales? A veces da la sensación de que la escasez ideológica conduce al reinado de la indiferencia, y en cierta manera es aún peor. ¿Qué debemos hacer ante un panorama tan desalentador? ¿Por dónde empezar? ¿Cómo enfocarlo?
Pues bien, hay un enfoque que creo que podría ser válido en cualquier contexto, al margen de distintas posibilidades y situaciones específicas: hay que tener la suficiente confianza cuando se lidia con el canto gregoriano. Confiar en él implica, en primer lugar, creer en el hecho de que la Iglesia lo ha evaluado y ha decidido que es algo lo suficientemente bueno. Algo que, de por sí, nos supone una ventaja, nos hace un bien. El primer paso es despertar la voluntad para entrar por una puerta objetivamente muy estrecha. Sí, el canto gregoriano es difícil y no emociona a la primera; de no esforzarse, no promete resultados y no se descubre ni se confía a cualquiera. Los que quieran conocerlo experimentarán un encuentro profundo y lleno de significado: un «venid y veréis», ampliable a «estudiad y entenderéis». No podemos valorarlo fuera de nuestra realidad actual, porque ya estamos fuera del pensamiento de la Iglesia. No debemos considerarlo, sin embargo, inalcanzable; los medios para conocerlo están ahí, solo tenemos que descubrirlos. Poco a poco se irá revelando a sí mismo y evocará sensaciones que nada tienen que ver con esa vaga imagen de espiritualidad o misticismo, o ese ambiente recargado que tan a menudo se asocia, sin razón, con el canto gregoriano. Los resultados tardan en llegar debido a que, en la cultura de la «sospecha», el esfuerzo resulta el doble de difícil. Dicho esto, ¿por qué no aceptar este reto tan difícil que nos plantea la Iglesia? Confiar en el canto gregoriano implica tener la voluntad de llevarlo a lo más alto, más incluso de lo que lo sitúa la liturgia: en nuestro corazón. La Iglesia ha de reconocerlo como un regalo, una gracia y un tesoro, no como un obstáculo, y la perspectiva debe cambiar, pues mucho más se exige de la Iglesia que de la cultura. Por mi parte, soy testigo de que el canto gregoriano está muy bien considerado en los conservatorios y en todos los ámbitos de la música, ya que se le reconoce como el lenguaje que dio origen a la cultura musical occidental. Su establecimiento en el mundo de la música no ha tenido ninguna dificultad, una señal de que, incluso desde el distinguido punto de vista artístico —que no hemos tratado en esta reflexión—, el canto de la liturgia romana nunca ha tenido complejos de inferioridad y ha encontrado instintivamente la manera de imponer respeto. Me reitero —y este es el principal problema— en que hoy en día se espera mucho más de la Iglesia. No puede negar el canto gregoriano, pero tampoco puede apreciarlo tan solo por lo que ha representado en el pasado. Se la insta, pues, a amar esta forma de expresión musical, y amarla significa redescubrir sus auténticas motivaciones a fin de mantener la propiedad de la misma. Significa maravillarse y dar gracias por tan magnífica belleza, reconocerla una vez más como la forma ideal de la fe y devolverla, por ello, al centro de la sagrada liturgia, fuente y culmen de una vida vivida en Cristo.
Comencé esta reflexión citando un artículo de las enseñanzas de la Iglesia que, afortunadamente, no existe. Me gustaría concluir de la misma manera, pero con una gran diferencia: partiendo de un texto que, pese a que refleja una situación real, nunca quisiéramos que existiera, me gustaría proponer otro que, en contraste, no refleja dicha situación, pero es el que nos gustaría leer. Ahí va: «Se requiere que cada iglesia, catedral, basílica o santuario funde una schola gregoriana, sea pequeña en número o de voces masculinas o femeninas, que sea capaz de interpretar en canto gregoriano las piezas necesarias de al menos las principales fiestas y acontecimientos del año litúrgico. La dirección de la schola debe confiarse solamente a aquel que esté en posesión de un título específico referente al ámbito del canto gregoriano, el que estudios recentísimos han restablecido en su pureza e integridad.»
Esta última frase no es mía, sino copiada del motu proprio de Pío X (1903). Después de más de un siglo, podemos hablar de un nuevo ablatio que, a lo largo del siglo XX, ha seguido dando integridad y pureza al canto gregoriano. Lo mejor es que la Iglesia por fin se ha dado cuenta de sus actos. El motu proprio de Pío X establece un nuevo camino y una nueva era, y ahora, tanto para los altos cargos de la Iglesia como para nosotros, ha llegado el momento de pasar a la acción.
Diplomado en órgano y composición organística junto a Luigi Molfino, Fulvio Rampi llegó a finalizar una maestría y un doctorado en canto gregoriano en el Pontificio Instituto de Música Sacra de Milán bajo la tutela de Luigi Agustoni. Siguió los pasos de Agustoni como máxima autoridad del canto gregoriano en el susodicho Pontificio Instituto y es autor de un gran número de piezas. El 1985 fundó el Cantori Gregoriani (Cantantes Gregorianos), un grupo profesional de voces masculinas del que sigue siendo director. Con este coro ha realizado incontables actividades en materia de grabación (ha producido una discografía de más de 20 CD), enseñanza e interpretación, tanto en Italia como en el extranjero. Desde el 1998 al 2010 ejerció como director de la capilla musical de la catedral de Cremona, y el mismo 2010 fundó el Coro Sicardo di Cremona, un conjunto polifónico que dirige con frecuencia en los oficios litúrgicos de la iglesia de Sant’Abbondio de Cremona, en la que también es organista titular. Actualmente enseña prepolifonía en el Conservatorio de Música Giuseppe Verdi de Turín. Correo electrónico: fulvio.rampi@fastwebnet.it
Traducido del inglés por Jaume Mullol García, España